Carta a los inversores. Abante European Quality. Abril 2021.

Carta a los inversores. Abante European Quality. Abril 2021.

Estimados inversores,

 

Desde la mitad de marzo hasta el final de abril los mercados bursátiles suelen mantenerse en una posición de esperar y ver. A mediados de marzo ya se han conocido los resultados de cierre del ejercicio anterior y las primeras estimaciones, todo lo genéricas e indefinidas que se quiera, pero estimaciones al fin y al cabo (con lo que llevan de cierto compromiso), sobre cuáles pueden ser los objetivos de cada empresa para el año en curso.  Aunque solo a partir de finales de abril empezaremos a ver cómo se plasman y matizan, en los resultados trimestrales dichas estimaciones.

 

2021 seguirá sin ser un año normal, y los resultados del primer trimestre habrá que enjuiciarlos con muchas limitaciones.  Ahora mismo parece claro que, por lo menos durante el primer semestre del año, y en un buen número de sectores (hostelería, turismo, centros comerciales…), durante todo el año, no podremos ver una completa recuperación de la normalidad previa a la pandemia, un entorno de negocios sin restricciones horarias o de aforo. Y en otros sectores, notoriamente el financiero, las consecuencias finales que las restricciones derivadas de la pandemia puedan haber tenido sobre la viabilidad y solvencia de un buen número de compañías de los sectores especialmente afectados, no se verán plasmadas en sus cuentas de resultados (insolvencias finalmente producidas y no cubiertas por los respectivos estados soberanos con sus planes de avales y garantías sobre préstamos concedidos), hasta el cierre del ejercicio 2022.

 

Un buen número de compañías, sin embargo, sí habrán empezado a ver relativamente recuperado su nivel de actividad, y sus resultados nos indicarán si, tras el desplome de la actividad económica de 2020, viene, y con qué intensidad viene, la recuperación

 

El marcado repunte en las rentabilidades de los bonos soberanos a medio y largo plazo experimentado durante el primer trimestre de 2021 parece haberse detenido. Los miedos a que una inflación desbocada, pretendidamente de la mano de los estímulos monetarios, pudiera generar una espiral de subida de tipos de interés, parecen cada vez más atenuados. Es evidente que, durante un trimestre, veremos repuntes marcados de la tasa de inflación. Pero también es evidente, con un sencillísimo cálculo, que ello se debe a factores coyunturales. En concreto a que el precio del petróleo se ha multiplicado por dos en los últimos doce meses. Pero la inflación subyacente se mantiene bajo control, y la marca del 2% señalada por los bancos centrales como punto de referencia para cambiar de una política de tipos restrictiva a otra acomodaticia, está muy lejos de ser alcanzada, y desde luego mantenida en un medio plazo, si uno excluye la volatilidad, coyuntural, de los precios del petróleo.

 

Es cierto que los bancos centrales han emitido cantidades ingentes de dinero, y que lo han destinado, principalmente, a comprar deuda pública de sus respectivos estados. El gobierno de Estados Unidos no pide dinero a la Reserva Federal. Y los gobiernos nacionales de la UE, o el mismo gobierno supranacional de la UE, la Comisión Europea de Bruselas, tampoco le piden formalmente dinero al BCE. Ni se lo piden, ni mucho menos (no vamos a dudar aquí de la independencia de los bancos centrales), les dan órdenes de que se lo den. Pero el hecho incontestable es que, cuando lo necesitan, para pagar vía subsidios (desempleo, ERTES…), las pérdidas de ingresos de los trabajadores de sus respectivos países derivadas de las decisiones de parálisis forzosa de la actividad económica (en este caso, para luchas contra la pandemia) que los estados han impuesto a un buen número de empresas, lo obtienen.

 

Se ha emitido mucho dinero, sí. Pero ello no ha generado, ni generará inflación. Porque el dinero emitido, y puesto (vía subsidios, subvenciones, pagos por desempleo permanente o temporal)  en manos de los consumidores, a cuenta de un aumento de la deuda pública, no ha incrementado la demanda agregada artificialmente hasta niveles superiores a los previos a la crisis. De hecho, apenas ha conseguido mantenerla en los mismos niveles. Si todos los afectados por un ERTE hubieran dejado de percibir una paga, el consumo (y los precios), habrían caído notablemente. Gracias a que han recibido una paga (algo menor que su sueldo anterior, pero suficiente para llenar el carro de la compra) financiada por los préstamos (compra de bonos) que el BCE y la Reserva Federal han dado a los estados, el consumo (y con él, la inflación), no se ha desplomado.

El monetarismo, en el último cuarto del siglo pasado, situaba la oferta monetaria como factor clave para la modulación de la inflación. Tipos bajos, inflación alta, tipos altos, inflación baja.  A principios de los años setenta se había abandonado, formalmente (de facto desde el período de entreguerras ya no regía en buena parte del mundo), el patrón oro, y la crisis del petróleo de 1973, había sido la espoleta de espirales inflacionistas. La razón de fondo de las inflaciones, próximas al doble dígito de forma consistente en los setenta en Estados Unidos, no estaban tanto en la subida del precio del petróleo, sino en políticas de revisión al alza de salarios (presión sindical, mercados nacionales relativamente cerrados, tanto en bienes como en disponibilidad de mano de obra), que determinaron grandes inflaciones.

En promedio, en la década de los 70,  en Estados Unidos, los trabajadores pidieron un 9% de aumento de sueldo anual: se les concedió. Evidentemente, el IPC subió también un 9% anual. En otros países, como España, las peticiones no fueron del 9%, sino del 15%.  Los aumentos de sueldo, y de precios, en pesetas, fueron también de dicha magnitud.

En Alemania fueron más cautos, y en lugar del 9% de Estados Unidos, o el 15% de España, dejaron sus alzas salariales (y de precios) en el 5% (la memoria de la hiperinflación de entreguerras era fuerte). Al final, y visto en perspectiva plurianual, los que se hicieron trampas al solitario con su propia moneda (subiendo el 15% los sueldos y precios en pesetas, o en 9% en dólares, frente al escaso 5% en marcos alemanes), vieron como el valor de mercado de su divisa se ajustaba. Toda la subida incremental de precios en cada divisa se vio corregida, a lo largo de dos décadas, por una caída de similar magnitud en su tipo de cambio.

En plazos más cortos, no de diez o veinte años, cuando el diferencial de inflación se ve corregido por el tipo de cambio, sino de uno, dos o hasta tres años, el emitir “más moneda falsa que el competidor”, puede parecer no compensado. Estados Unidos puede subir el sueldo a todos sus ciudadanos un 9% cuando Alemania lo hace solo en un 5%, sin que haya cambiado la productividad, en dicha medida, en un solo año. Es evidente que un dólar debería valer un 4% menos que lo que valía, frente a un marco, el año anterior. Ahora bien, si la Reserva Federal me paga un 4% más de interés, a un año, que el Bundesbank, puedo seguir comprando dólares. O un 8% en dos años, o un 12% en tres años…  Pero a largo plazo, el dólar cae frente al marco, porque mantener tipos altísimos durante un tiempo prolongado no es sostenible para nadie. Un dólar devaluándose puede ser un desprestigio para el gobierno de Estados Unidos, pero pagar intereses de doble dígito por la deuda pública es peor que un desprestigio, es una ruina.

Habrá quien ponga en duda las estadísticas de IPC. No les voy a discutir la fiabilidad de los decimales, pero mi aproximación empírica al IPC, mediante un indicador sintético sobre un conjunto de bienes y servicios del que he sido históricamente un gran consumidor, el menú del día (su coste suele incluir, alquileres, limpieza, agua, gas, electricidad, alimentos y, sobre todo, mucha mano de obra), me lleva a bendecir, a largo plazo, la bondad de dichas estadísticas.

Hace casi exactamente 40 años, a finales de 1980, salí de mi pueblo para ir a trabajar y estudiar a Barcelona. Y allí empezó mi larga relación con los menús del día (calculo que he ingerido alrededor de 10.000 menús en los últimos 40 años). El mismo bar-restaurante en el que comía mis primeros menús del día sigue, afortunadamente, todavía abierto. La calidad del menú (tanto gastronómica, como de servicio) es la misma hoy que cuando yo tenía 18 años. Por mi primer menú, en 1980, pagué 325 pesetas (aproximadamente 2 euros). Hoy, su precio es de 10 euros (5 veces más). La inflación acumulada, medida por el IPC español, en los últimos 40 años es del 400%. Es decir, multiplicar por 5 el precio. 2 euros de hace cuarenta años pagan lo mismo que 10 euros de hoy: un menú del día.  El IPC, a largo plazo, por mi propia experiencia, parece que no está muy mal calculado. Y se corresponde con el aumento de los sueldos, para un mismo trabajo, que he podido comprobar que se han producido en los últimos 40 años.

No vamos a negar que los tipos bajos, y con ellos la mayor disponibilidad de dinero (con tipos bajos se tiende a pedir prestado lugar de ahorrar, y viceversa), no tengan un cierto efecto sobre la demanda de bienes y servicios (cuyo brusco aumento o disminución en un corto plazo es la que genera inflación o paro, según Keynes). Pero no tanto como se pretende. La inmensa mayoría de la población (y no hablamos de un 50% sino de más del 90%, probablemente), llega justita a final de mes. El 90% de la población no ahorrará más porque le paguen un 5% de interés en lugar de un 2%. Y el 10% con capacidad de ahorro, tampoco gastará mucho más si en el banco le dan un 2% de interés en lugar de darle el 5%.

La política de tipos (o, en sentido más amplio, la política monetaria) de los bancos centrales, está mucho más dirigida a resolver problemas políticos (financiación de déficit público para preservar coyunturalmente la paz social, devaluaciones bruscas de la divisa), que a modular la demanda de bienes y servicios (y con ello, los precios).

En resumen. Solo los aumentos de sueldo provocan, estructuralmente, inflación. Las bajadas de tipos, si son para financiar un déficit público dirigido a mantener la demanda agregada (no a incrementarla), como es el caso actual, no son inflacionistas (los ricos, aquellos que llegan muy holgados a final de mes, no dejan de ahorrar para pasar a gastar en cantidades superiores muy relevantes). Las subidas de tipos, que vienen históricamente después de las subidas de inflación, pueden contener la inflación en la medida en que contengan el gasto público (básicamente, detener una espiral de incremento de sueldos sin un crecimiento paralelo de la productividad), o pueden ser un simple instrumento, coyuntural, para mantener el tipo de cambio de una divisa.

Siendo más claros. La política monetaria es, sobre todo, política. Más o menos moneda en circulación no genera más o menos riqueza. En realidad, no es más que un complemento de la política fiscal: modula el gasto público (más o menos pago de intereses por la deuda), y redistribuye renta a través de una mayor o menor remuneración de los activos de aquellos que los tienen. La política de tipos no influye notablemente sobre la inflación, aunque sí lo hace sobre el precio de las activos (con tipos bajos, los bonos, las acciones y los inmuebles incrementan su precio de mercado; y viceversa).

Discúlpenme si he sido tan prolijo en mis consideraciones sobre la inflación. Es el tema candente en los mercados, y a falta de resultados empresariales, que podremos empezar a comentar en la próxima carta mensual, he querido explicarles mi visión sobre el tema. Una visión que se resume en que no hay que temer grandes subidas de tipos de interés, en el medio plazo, porque la inflación subyacente, que depende de los salarios (y estos de la mano de obra, abundantísima y líquida en un mundo globalizado), permanecerá muy baja.  Ahora tenemos una curva de tipo de entre el 0% y el 1% en España (y hasta el 2% en muy largos plazos en Estados Unidos). Superada la pandemia, esta curva quizás repunte un punto porcentual. Pero no mucho más.

Y una curva de tipos del 1% a un año hasta un 3% a 10 años, si viniera, no sería desincentivadora, antes al contrario (devolvería racionalidad a los mercados de renta fija y sería representativa de una percepción de riesgo mucho más normalizada), para los mercados de renta variable.

Desde la última carta, publicada a mediados de marzo, solo hemos realizado un cambio en la cartera, vendiendo Commerzbank y comprando Sanofi. 

Muchas gracias por su confianza,

 

Josep Prats

 

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